Todas esas cosas que no son diseño

Aunque arte y diseño comparten raíces, este eterno debate renueva la definición de qué es o no es el diseño.

Mario Quiroz, profesor histórico y socio de Waldo González en los tiempos del cartel social, profesor de muchos de nosotros, odiado y amado por su postura a contrapelo de todo lo socialmente aceptable, me repite casi de clase a clase1 su creencia de que el diseño no puede dejar de considerarse un arte y el diseñador un «artista». En contraste muchos otros, entre los que me incluyo, abogamos por desarrollar en profundidad un perfil del diseñador más cercano al management, a la gestión, con amplios conocimientos del contexto económico, e insertados en las necesidades de la empresa e industria nacional.

Sin embargo la postura de Quiroz no deja de parecerme sintomática. La relación del arte y el diseño es larga2, está metida en nuestras mallas curriculares, la usamos para mirar lo que hacemos y la validamos en el lenguaje. Además pareciera ser que las habilidades realizativas de un diseñador requieren de una sensibilidad especial, de un bagaje visual, una capacidad distintiva de pensar creativamente y de producir comunicación y objetos en los que la innovación es una condición necesaria, de lo que se sigue —en términos del sentido común— que artistas y diseñadores comparten una matriz común porque «crean», y que ser creativo necesariamente conduce a diseñar mejor y a innovar.

Con esto, en principio, discrepamos, al menos en el sentido lineal (causa-efecto) de la idea.

El hecho es que habita en las escuelas de diseño (y bajo diversas modalidades y expresiones) la convicción de que antes de ser «meros administradores» de estrategias, «transmisores de contenidos» o «gestores de productos, bienes y servicios», es necesario que el diseñador sepa en primer lugar «hacer», «dibujar» y «proyectar» sus ideas y que en estos aspectos se distinga por un sentido estético, por un dominio de la inusualidad y de la técnica representativa que le permita desarrollar sus «creaciones» en un nivel formal «académicamente correcto» (o que al menos plantee un nivel de discrepancia «profesionalmente correcta» ante lo que los docentes definen como «correcto»). No en vano seguimos siendo un capítulo de las artes aplicadas. Y los modos académicos de hacer, concordar y discrepar muchas veces se confunden o se realizan con criterios plásticos o expresivos de un academicismo espurio que no es arte propiamente tal —ni necesita ser arte—, pero que en ocasiones tampoco es comunicación, pues por ejemplo la «expresión gráfica» también puede ser un tipo de expresión sin mensaje explícito.

Este elemento puede conducir a confusiones. Primero que nada por la ausencia de una definición que determine los límites y alcances de qué es diseñar3, especialmente cuando hay tantas especialidades que se diputan el diseñar como actividad propia4, haciendo compleja la discusión respecto a las habilidades requeridas para su ejercicio (pues serán tan variadas como variadas sean las competencias necesarias para cada especialidad), y en segundo lugar por la aplicación del concepto de «artístico» a dichas habilidades, como si el arte fuera el único canal natural de las capacidades y talentos «creativos» que le son necesarios al diseño.

Hay quien diría que «ni tanto ni tan poco».

Indudablemente no debemos negarle la virtud expresiva al diseño, en un mundo en que las categorías relativas a estilos, tendencias y modas se validan como argumentos estratégicos de mercado, la riqueza expresiva sirve en tanto se usa como mecanismo diferenciador, como recurso comunicativo, como una pieza de la estructura que ayuda a decir algo. Pero ¿cuánto de esto se lo seguiremos debiendo a la dimensión «artística» del diseño y a las categorías de análisis relativas a la estética, al arte conceptual, etc. y no a una aguda mirada «de mercado» a las formas expresivas, los usos y costumbres que nacen espontáneamente desde la cultura, los medios y la empresa (cazadores de estilo, focus group, estadísticas y «asesores de imagen» incluidos)?

Puede ser que, al menos en Chile, la deuda del diseño con el arte se va saldando y reduciendo. Falta por ver cuánto de esto ocurre en la forma y cuanto en el método de trabajo.

Por ejemplo me pregunto cómo hacemos caber una Teoría de la Imagen, como la de Villafañe5 en el ejercicio de la profesión del diseño, si es que antes no se crean las condiciones necesarias para que tales recursos intelectuales sean entendidos como posibilidades de entendimiento por alguien más que los académicos y algunos pocos diseñadores interesados. Lo que digo no invalida en absoluto dicha teoría sino que nos plantea nuestra propia pobreza disciplinaria a la hora de definir puentes entre el conocimiento disponible y el contexto de la práctica profesional.

Por otro lado, soy de la opinión de que una actitud como la ejemplificada por el First Things First Manifesto 20006 nos recuerda que un espíritu más cercano a la artesanía de Morris, de búsqueda y experimentación no debe ser abandonado sino que, por el contrario, estimulado y reforzado en nuestra educación y práctica. Pero que su foco: la belleza, el goce artesano, la gestualidad, etc. debe ser condicionado por la eficacia, la transparencia comunicativa y la capacidad estratégica por las cuales éstas son utilizadas.

En suma, el concepto de arte o de «artes aplicadas» en el diseño, o como decía Vicente Latre7 «arte implicado», nos seguirá rondando permanentemente en la medida que el acto final del diseño, su objeto y práctica radique en la dimensión plástica de sus productos en detrimento de los procesos que los permiten, ya sean productos comunicacionales o bienes de consumo. Como sabemos, dichos procesos comprenden dimensiones intelectuales, administrativas, económicas y tecnológicas, tanto en la configuración de sus contenidos, el planteamiento de la problemática que pretende solucionar, como en los procesos productivos ulteriores.

Ser hábiles en lo último o en lo primero demanda por fuerza una capacidad de solución asociada a un «algo más» por definir. Si ese «algo más» es la dimensión «artística» del diseño, entonces debemos convenir en que se trata de un campo de acción limitado y utilitario a la definición de arte en la que creemos. La creatividad no es un atributo del «espíritu» sino una categoría que le damos al proceso por el cual se obtienen productos que gestan innovación, es decir cambios en la cultura que producen valor.

Y para aspirar a cambiar prácticas culturales hay que desplegarse en dimensiones mucho más amplias que las del gesto artístico.

Cargamos tantos lastres: semiologías, estéticas, teorías de la comunicación, teorías de la imagen, etc., de tal inespecificidad técnica a la hora de tomar decisiones operativas, que corremos el peligro de menospreciar el ejercicio intelectual en el entendido de que nuestro hacer es meramente productivo, pues manejamos la creatividad como si se tratara de un atributo formal, ignorando con entusiasmo cómo es que hacemos lo que hacemos al punto que dejamos de hacernos preguntas sobre los procesos, su origen y objetivos.

Yo me pregunto: acaso el diseñador ¿no debiera ser más bien un intelectual8 emprendedor con una sólido sentido artístico, o al menos con un estado de conciencia que le permita trascender todas estas disquisiciones «castradoras»?

Siempre somos una cosa diferente a la que toda definición de diseño pretende reducir y dado que todo momento es el momento adecuado para que ejerzamos el título que hemos consentido en recibir, necesitaremos todo el tiempo repensar de qué estamos hablando.

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